Crónica: Un salto al olvido

¿A dónde van los sentimientos que se le tienen a una persona cuando ésta debe partir sin previo aviso? ¿En dónde se pueden guardar? ¿Existirá un baúl que contenga sentimientos estrenados, emociones consumidas por la mitad y otras tantas por sentir? 

Suena el despertador y Joaquín se encuentra en medio de una habitación, de paredes de color almendra, que debido a la humedad su tono se ha ido deteriorando. Mira la mesa de noche en busca del portaretrato que contiene la fotografía de Regina, su amada, y deja escapar un suspiro. Se levanta y se dirige al baño, se moja las manos y las pasa por su rostro mientras se queda detallando sus ojos en el espejo. Mira el tamaño de los inquilinos canosos que conforman su barba, repite con tristeza el nombre de aquella mujer que tanto ha amado durante los últimos 30 años de su vida, va a la cocina en busca de café para acompañar el mismo periódico que ha leído desde hace tres semanas atrás. 

Va hasta la página 10 para centrarse en el artículo sobre Cómo enamorar a una mujer. Levanta la taza de café y toma un sorbo, lo retiene como si intentara descifrar qué compuestos tiene. Traga con delicadeza y suelta una lagrima por su ojo derecho, tira las hojas sueltas, se viste con las primeras prendas que encuentra, toma el bastón gastado de madera que su amada le dejó y sale a caminar con la esperanza de hallar a Regina, de entregarle los abrazos que tiene embargados, de robarle una sonrisa que adorne ese rostro pálido y cansado, ése que lo hizo enamorarse de ella. 

Camina varias cuadras hacia el occidente. Las calles las nota más anchas, más largas, más complejas para transitar. Se detiene en una esquina y saca de su mochila un bolígrafo y un trozo de papel en el que escribe una nota apoyándose en su rodilla. La guarda en el bolsillo de su camisa para entregarla a aquella mujer cruel que lo ha dejado, que se ha ido, que ha acabado con un mundo de fantasía construido en su interior sin una razón -para él- coherente. 

Saca su móvil y se da cuenta de que ha desgastado la suela de sus zapatos durante cuatro horas. Levanta la mirada, esa mirada triste, agobiada, ausente, con la que ha cargado desde la partida de Regina, y se da cuenta de que está en la estación Suramericana. Compra una cerveza y bebe un poco, se dirige a la señora que lo atiende. 

-Si no tiene del cigarrillo que mi amada consumía, no me de nada. -Le dice- -Señor, sólo tengo PielRoja. -¡Usted sí sabe! No hay inconveniente si lo enciende, aunque si ella se entera tendríamos tanto usted como yo muchos problemas. 

Toma el cigarrillo, se lo lleva a la boca y exhala el humo por la nariz. Sus zapatos están a punto de romperse, a su pantalón no le cabe un pegote más de lo sucio que está, su camisa parece un viejo mantel de cuadros recortado por un niño de primaria. Sus ojos separados a una distancia poco considerable van botando recuerdos transparentes que corren por sus arrugas, por sus flacos y peludos cachetes, por sus grandes poros. 

Lo miro desde lejos. Camina de un lado para otro como si estuviera repasando las huellas hechas por alguien más, o por el mismo. Al parecer se sabe de memoria las medidas de las baldosas, da un paso, da dos, da tres y se detiene, bebe un poco de cerveza, sigue caminando y se recuesta en una pared. Introduce su mano en el bolsillo trasero y saca una fotografía arrugada, tipo documento, la repasa con su pulgar izquierdo y la besa, mira al cielo y repite: -”Regina ¿algún día vas a entender cuánto te amo? Regina, Regina, Regina, te extraño Regina”. 

Siento ganas de acercarme y preguntarle qué le sucede, qué puedo hacer por él. Pero a la vez me digo: No puedo traer a Regina, si ella no está es porque él hizo que ella se alejara. Me ocupo de mis asuntos y prefiero no ver lo que hace por miedo a que se sienta incómodo, pero se me torna imposible. Tomo mi bolso, me le acerco y lo saludo. -Hola ¿necesita algo? -Sonríe y dentro de mí presiento su respuesta- -Necesito acabar con mi vida. -Responde con un tono melancólico que me deja estupefacta- -No sé si sea muy metida, pero ¿cómo piensa hacerlo? 

Él se aleja de mí y va cantando entre los dientes: 

“Y una promesa ante Dios
que es imposible olvidar.
Y vos podés curarme, curarme tanta herida,
salvándome la vida, con sólo amarme más.”


Lo hace con tanto gusto que la curiosidad me invade. Digito las palabras que escuché en el navegador y me entero que es un tango de Alfredo de Angelis titulado Entre tu amor y mi amor. 
No lo culpo, entiendo que no es un buen momento. Sin embargo, establezco una persecución con mis pupilas, siento la necesidad de sentir lo que él, quiero que se desnude ante mí, que me entregue una porción de todo aquello que lo está consumiendo, quiero que me note, que confíe y pueda sentir menos carga de la que ya siente, más optimismo, menos ganas de acabar con su vida. 

personas pasan por su lado lanzando comentarios dañinos, no comprenden que el hombre está pasando por una crisis emocional. El objetivo de los demás no es sentarse a hablar en esa tarde fría de septiembre con un hombre viejo, es juzgarlo desde lo que hace, lo ven caminar en círculos como si fuera una especia de ritual, como si empleando los tres pies que tiene, Regina decidiera aparecer. La gente se ríe mientras yo más me convenzo que tiene la apariencia de Julio Cortázar, el escritor argentino.

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